Choquequirao: el territorio amenazado del oso de anteojos en el Cusco
(Mongabay Latam / Illa Liendo). Lizbeth tiene seis años y no le teme a los osos de anteojos. Otra niña probablemente se asustaría, pero ella sonríe cuando se encuentra con uno de ellos en la chacra de su familia. Su madre Flor Cobarrubias administra un campamento en el sector de Santa Rosa, un caserío perdido en medio del Área de Conservación Regional Choquequirao, en el departamento de Cusco, un pequeño paraíso que los osos de anteojos han convertido en uno de sus rincones más preciados.
Flor y Lizbeth aseguran que pueden ver hasta cinco de estos curiosos animales al mes. Estos mamíferos construyen plataformas en las copas de los árboles para alimentarse y descansar sin que nadie los perturbe. “Cuando estamos trabajando, nos miran tranquilos desde arriba. Nosotros nos reímos”, cuenta Flor.
La presencia en la naturaleza del oso de anteojos, conocido también como oso andino y denominado por la ciencia como Tremarctos ornatus es clave. Es un importante dispersor de semillas, favorece la regeneración de la flora silvestre y transporta polen en su denso pelaje, como lo precisa el Plan Nacional de Conservación del Oso Andino, elaborado por el Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor). Con hábitats que van desde los 250 hasta los 4750 m.s.n.m. en el Perú, el Tremarctos ornatus es considerado una ‘especie paraguas’, pues su conservación beneficia a la flora y fauna presentes en su hábitat.
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Un camino lleno de dificultades
El ACR Choquequirao –ubicado entre las provincias de La Convención y Anta– es un espacio megadiverso, con una extensión de poco más de 100 000 hectáreas, que alberga ecosistemas únicos, que van desde los pajonales y los bosques secos hasta los bosques nublados.
En el corazón de esta área protegida se encuentra uno de los principales atractivos de la región del Cusco, la ciudadela inca de Choquequirao. En este espacio arqueológico, las marcas de garras en los árboles de los andenes incas son la prueba que estos mamíferos han estado presentes desde hace siglos.
La única forma de llegar a este sitio arqueológico, por ahora, es caminando. Una de las rutas más conocidas es la que parte del pueblo de Cachora, desde donde inicia una exigente ruta de 32 kilómetros. Al cruzar el río Apurímac, el visitante ingresa al área reservada. Durante el recorrido y con el nevado Padreyoc de testigo, se atraviesan pequeños caseríos, uno de ellos es Santa Rosa, el sector que alberga la mayor población de osos de anteojos.
Para algunas familias, como la de Lizbeth, estos animales no representan problema. En su terreno hay suficientes paltas para alimentarlos, por eso no se interesan en otros cultivos. Sin embargo, esto no sucede con todas las familias que viven dentro del ACR Choquequirao. En las poblaciones de Yanama y Totora este mamífero no es un vecino muy popular porque consume sus sembríos.
Jim Farfán, jefe del ACR hasta fines del año 2018, sostiene que la población de Choquequirao se encuentra divida respecto a la conservación de esta especie silvestre. “En Yananama, cuando siembran me dicen que la mitad de sus productos es para ellos y la otra mitad para los osos”, explica. Si bien esta especie se alimenta de bromelias, tunas, frutillas o raíces, cuando entran en contacto con las personas su dieta varía y consumen productos agrícolas y, ocasionalmente, ganado, señala Farfán.
Los agricultores consideran que esta especie es la única responsable de los daños a sus cultivos de maíz, aunque la realidad es otra. Animales como los loros, ratones, cerdos y zorrinos también ocasionan pérdidas en estos sembríos, según el documento Conflictos humano-oso andino en el Perú. Guía para su identificación y reducción, de la Sociedad Zoológica de Frankfurt.
Lo mismo creen cuando aparece muerto su ganado, aunque el oso de anteojos no suele atacar a otros animales. Los pumas y zorros con los que comparte el bosque son los cazadores locales.
La presión del ganado es otra de las amenazas para esta especie silvestre. El biólogo cusqueño Karl Huaypar ha investigado este problema en la ACR Choquequirao y concluye que en el 59 % del territorio habitado por el Tremarctos ornatus hay ganado. “Sino hacemos algo, en vez de conservar osos vamos a conservar vacas”, comenta preocupado.
“La sola presencia del ganado disminuye la del oso andino”, confirma Robert Márquez, de Wildlife Conservation Society (WCS) Colombia. Su experiencia en numerosos proyectos dedicados a esta especie en Sudamérica lo avalan. “En Colombia, por ejemplo, el ganado reduce su presencia en un 37 %. Es una cifra importante”, añade.
Márquez conoce de cerca su situación en el ACR Choquequirao y en el Santuario Histórico de Machupicchu porque fue él quien en el 2014 capacitó a los equipos encargados de hacer el monitoreo en ambas zonas. En el caso del ACR, hace cinco años el ganado ya era un problema. La crianza de vacas es una práctica común y al no tener barreras, estos animales invaden zonas silvestres en búsqueda de pastos. “Hay que tener en cuenta que el oso andino ha estado allí siempre. Nosotros tenemos que mejorar nuestras prácticas agropecuarias”, concluye.
Una esperanza para la conservación
A dos horas de camino de Santa Rosa, después de subir por una exigente cuesta se llega a Marampata, una pequeña población que ofrece áreas para acampar, duchas calientes y abarrotes para los extenuados viajeros que van al sitio arqueológico de Choquequirao. En una de estas casas viven Rosario Cobarrubias y su padre, dueños de uno de los primeros campings del lugar.
Rosario sí les tiene miedo a los osos. Cuando era niña, su mamá le contaba la historia de un oso que se robó a una joven mientras pastaba ganado –una leyenda muy extendida en los Andes. “Le tengo pánico, si veo uno empiezo a correr”, comenta. A pesar del temor, recuerda con una mezcla de tristeza y vergüenza los tiempos en que sus familiares los cazaban y preparaban chicharrón con su carne.
En ese entonces, uno de los vecinos de Marampata adoptó a una cría. Don Justo Tapia aún habla con ternura de ‘Tomasa’, la osa que vivió con su familia durante cinco años. Cuenta que una mañana, mientras pescaba escuchó unos ruidos. Era un osezno abandonado. Al día siguiente, el llanto era aún más fuerte, así que decidió llevarlo a casa porque dedujo que su madre había sido cazada.
‘Tomasa’ creció con los Tapia hasta el día que llegó una carta oficial ordenando el retorno de la osa a su hábitat, en caso contrario don Justo iría a la cárcel. Acompañado de su hija, fueron a dejar a ‘Tomasa’ al otro lado del río Apurímac, al mismo lugar donde la encontraron. Le dejaron choclos recién cosechados y cruzaron rápidamente en la canasta de la oroya. “Tomasa lloraba a lo lejos, nosotros también”, cuenta don Justo.
Hoy, en Marampata, algunos de los pobladores están convencidos de la importancia de conservar a esta pacífica especie. Saben que está prohibido cazarla y son conscientes que un turista que se va con una foto de este animal habrá tenido una experiencia extraordinaria. “Se ha convertido en un importante atractivo. Ahora ya no queremos cazarlo, queremos conservarlo”, dice Rosario. A pesar del entusiasmo, en la práctica, la conciencia ambiental es aún incipiente.
La versión completa de este reportaje de Illa Liendo fue publicada en Mongabay Latam. Puedes leerla aquí.
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